La Partida

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El cielo ha amanecido encapotado de nubes afligidas apunto de verter sus lágrimas sobre la ciudad.
Durante el trayecto en coche a la estación hablamos de trivialidades. Mi madre me da algunos consejos intrascendentes, al fin y al cabo ella nunca ha vivido fuera, mucho menos en un país extranjero. Me alecciona sobre lo que me ha puesto en la maleta: “tus galletas favoritas”, la receta de la paella, infusiones de hierbas para el resfriado, unas cuantas fotos “para que no te olvides de la familia”.

Al fin llegamos a la estación y las nubes han empezado a lagrimear. Entre las dos sacamos las maletas del coche fingiendo normalidad, fijando toda nuestra atención en las acciones, en nuestra charla banal y aparentemente despreocupada, en el murmullo de las conversaciones ajenas. Ambas obviamos los sentimientos subrepticios, como si ignoráramos la inmediatez de la despedida y el dolor inevitable.

Mi autocar aparca ahora en el andén previsto, se abre la puerta del maletero, ya no hay vuelta atrás. Tengo miedo, o es tristeza, no lo sé exactamente. Sólo sé que no quiero llorar. Pero qué más da, la lluvia moja mi cara, si lloro no se notará, mis lágrimas se fundirán con las de las nubes. Me pregunto por qué a las nubes les cuesta tan poco deshacerse en lágrimas. Aunque quizá sí les cueste y no lo puedan evitar. Me siento indefensa como una gota de lluvia. Súbitamente percibo un espesor cálido que se desplaza por mi interior hasta llegar a mi cara, el rostro se me hincha como si quisiera estallar; la masa candente me abrasa y no deja de presionar, me doy cuenta de que no puedo sujetarla más; las lágrimas brotan ya sin control.

Bajo la cabeza y cojo mi equipaje, me vuelvo rápidamente hacia el maletero —no quiero que mi madre me vea llorar—. Instintivamente coloco las maletas en una esquina. Siento la necesidad de protegerlas, de que estén a salvo. Cuando llegue las abriré y oleré la ropa planchada por mi madre; comeré las galletas que me ha puesto; me sorprenderé con algo que no esperaba encontrar. Así no me sentiré tan sola lejos de casa. Esas dos maletas son el único referente de quien he sido hasta ahora. Además, en ellas hay también lágrimas de mi madre, lo sé. Se le deben de haber caído cachitos de alma mientras doblaba mi ropa.

El tiempo no se puede dilatar. Llegó el momento del adiós. Me doy la vuelta y nuestras miradas se encuentran. Me acerco a ella, nos abrazamos y ya nada se puede evitar. Noto el grosor pegajoso de su llanto entremezclado con el mío rodando por nuestras mejillas. No quiero seguir, no quiero estirar este momento. En unos segundos subiré al autocar y ahogaré mi pesar. Mi historia se desleirá con la de los otros pasajeros. Seré una más, formaré parte de un grupo con un mismo destino y ya no me sentiré tan sola. No quiero que nadie me vea llorar. Subiré al autobús y me transformaré en una persona nueva. Tengo que hacerlo. A partir de ahora todo va a ser nuevo.

Ya está, mamá, me voy. Me separo de mi madre y me pongo en la cola para subir. Detrás de mí dejo un espacio de aire lleno de moléculas espesas, creo que es dolor. Quiero que acabe esto, quitarme ese peso de la espalda, que las moléculas que dejo atrás se diluyan cuanto antes.

Ya estoy dentro, ahora soy sólo un rostro más; eso me fortalece, me da una sensación de libertad. Mientras busco mi asiento entre las caras de mis compañeros de viaje me doy cuenta de que ya no siento pesadumbre. Sólo busco, eso es todo. Es curioso, me pregunto de dónde vienen y adónde van los sentimientos; por qué se presentan sin ser requeridos y se esfuman, en ocasiones, cuando más se los necesita. ¿A quién pertenecen? Porque nuestro no puede ser lo que actúa con tanto albedrío.

El veintiocho, este es mi asiento, me ha tocado ventanilla. Mi compañera de viaje me cede el paso amablemente. Ahí está mi madre, ahora sonríe y me saluda: ella también ha olvidado la pena momentáneamente mientras se preguntaba, buscándome con la mirada, en qué lado del autobús me sentaría. Ya estamos todos; se han cerrado las puertas; el motor se pone en marcha y nosotras seguimos sonriendo, agitando las manos, mirando el rostro querido que desaparecerá de nuestra retina y de nuestra cotidianeidad, esto último con carácter definitivo, quizá. El autobús se mueve, ya nos vamos. Ahora sí, veo que mi madre ha sucumbido al momento luctuoso. Su cara llorosa se borra en la lejanía. Ella no me ve, pero yo también lloro.

No quiero seguir aferrada a esta aflicción. Ahora decido despedirme de mi ciudad. Los lugares acostumbrados que ya no formarán parte de mi día a día desfilan ante mí tras los cristales húmedos. Ahí está la calle de la que fue mi oficina. Si no fuera por esta maldita crisis yo no tendría que reinventarme, que crear un nuevo yo en un país extraño. Aunque quizá sea mejor así, al fin y al cabo en Alemania valoran más el trabajo. Estaré bien, lo sé, pero no deja de entristecerme que el país que tanto amo no me corresponda. Ahora pasamos por la misma calle que hace apenas media hora transitaba con mi madre. Qué extraña sensación: todo va quedando atrás como un amor deleznable. Me voy desprendiendo de retazos de mi vida a medida que los lugares pasan, como si me estuviera despojando de mis ropas para quedarme desnuda.

Ya salimos a la carretera. Mi ciudad con todo mi pasado tira de mí como de una cuerda, pero ahora soy igual que un barco amarrado a puerto por una cuerda mal atada: el viento me aleja y me aleja hasta que al fin la amarra se suelta y yo floto sola adentrándome en la inmensidad del océano. Siento una inesperada sensación de libertad, o liberación, no sabría decir. Miro a través de la ventanilla: los cipreses, formados como para un desfile, parecen decirme adiós. Ahora sonrío. Me invade una inesperada agitación. Mi mirada se dirige ya al futuro, a la larga carretera que tenemos por delante. Sé que mucho antes de llegar a nuestro destino los pasajeros ya no seremos extraños. No estaremos tan solos. Luego, recogeré los retales de mi pasado encerrado en mis dos maletas y empezaré una nueva vida. Quizá las lágrimas me sorprendan de nuevo al abrirlas, estoy casi segura, hasta que la ropa y los objetos adquieran, como yo, un nuevo significado, y el espacio inusitado los impregne de connotaciones hasta ahora desconocidas transformándolos para siempre.

Presiento que este es el viaje más apasionante de mi vida.
Cuando vuelva ya no seré yo. Sé que nunca volveré a esta misma ciudad ni mi ciudad a mí, pues cuando volvamos a encontrarnos ni ella ni yo seremos ya las mismas.

A todos los emigrantes.
Celia Segui (publicado en su blog «Crónicas Vienesas» el 18 de julio de 2015)

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