Quemando pasaportes

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Aprendí de xenofobia vivida en carne propia allí donde se habla la lengua de la que la palabra misma procede. Aquel año terrible para instalarme en Atenas, en que el transporte público estaba más días en huelga que funcionando, tuve que coger muchos taxis para llegar a tiempo a trabajar. Entonces eran muy baratos, pero también un deporte de riesgo: nunca sabías al montarte con quién lo acabarías compartiendo o cuál de las muchas posibles aventuras atenienses hallarías a bordo (la cope machacona es una minucia en comparación). Con mi pobre griego de entonces, los conductores enseguida me colgaban el sambenito de [+ extranjera], y en un mohín me preguntaban de dónde osaba venir (a perturbarles). Cuando respondía, suspiraban aliviados. Uf, pensé que serías del país ese de ahí arriba, menos maaal que eres española, qué bien, qué maja, y dime, eres del Madrid o del Barça.

Esto me sucedió el suficiente número de veces en taxis, cantinas y quioscos como para considerarlo casi uso y costumbre local, así que, rabiando por dentro, al enésimo que me hizo la pregunta le respondí: pues soy albanesa. Y… sí, ocurrió lo que tenía que ocurrirme por chula: que el tipo resultó ser paisano de Tirana y me echó una parrafada en albanés que casi me tiro del vehículo en marcha del susto. No le convenció cuando, muy sonrojada, le conté que yo era más bien de los madriles y que harta de esa xenofobia selectiva había decidido tomarme la justicia por mi mano. Mano con la que me habría hecho un harakiri gustosamente en aquel instante.

Muchas niñas y niños refugiados, hijas e hijos de migrantes encerradas/os en búnkers (los CIE helénicos) o de consumidores de heroína eran (supongo que siguen siendo) mantenidos/as por las autoridades en salas comunes de hospitales públicos en Grecia. Allí íbamos algunas voluntarias a cuidar y entretener a las criaturas, a las que institucionalmente se les daba refugio y alimento, y nada más. Y yo, venga a aprender xenofobia encarnada: qué haces cuidando a un gitano cuando puedes holgar en tu casa tan ricamente; no necesitamos españoles que vengan a estar con nuestros niños griegos; no, no te ayudo con ese musulmanito, que llore, ya le irá bien… Me estremezco recordando esas tardes en alma viva, adobada en polvo de columpio, risa de ojuelos y puzzles manoseados con muchas piezas perdidas. Por suerte, las familias albanesas con niña/o ingresada/o me solían ayudar con las criaturas (porque nunca habían oído de mi gesta del taxi, claro).

Un acento, una prenda, una tonalidad, la textura de una melena, el porte de una nariz… se nos activan las alarmas, la etiqueta acecha (y nos parece normal). Primero, la de [+ extranjera], luego se instala la duda, zozobramos y, por fin, la pregunta: ¿de dónde eres? No por nada, vaya, solo por saber si eres [+ extranjera buena] o [+ extranjera mala]. En Suecia, donde vivo, me suelen poner la etiqueta de [+ extranjera-buen-rollo-que-viene-del-lugar-donde-yo-voy-de-vacaciones], de hecho me han preguntado decenas de veces dos cosas: que si conozco Torremolinos y que qué hago viviendo en Escandinavia, con la de sol que hace en España. A los griegos también se lo preguntan. A palestinos y eritreos entiendo que no, por decoro.

No podemos aliviarle la carga gran cosa a otras con menos privilegio, pero al menos podemos dejar de performarnos como alumnas aplicadas del maestro discriminador. En este sistema global tan racista/postcolonial como machista/patriarcal en que vivimos, me parece de mal gusto izar banderas medievales de nailon fabricadas en Asia en condiciones desgarradoras. Hijas ya de mil leches, portadoras de lenguas tramontanas, no “somos” de ninguna parte en concreto, pues todas nos consustancian. No somos de partes pero sí estamos responsablemente en sitios, en los que construimos plazas soberanas con cartones rizados y nuestra voluntad de reconquistar juntas lo propio. Bendita Marea Granate que sigue tejiendo 15M sobre redes de 3G y de la extranjeridad que nos envuelve.

Hay tan solo un lugar de donde me he sentido ser y, qué extraño, pese a no haberlo pisado nunca: esa plaza de espacio-tiempo donde se abrieron grifos de alegría  e imaginación lila, donde no cuenta de dónde vienes, donde tantos velos de lana merina nos corrimos de los ojos que escocían y ahora miran claro y alto. Aquel 2011, en alma yo estaba en Sol; en cuerpo, en Sýntagma (rejoneada de banderas nacionales y bolsas del Bershka). Si existe la p(m)atria, se abre como una brecha en el pellizco entre Carretas y Carmen, bajo el cielo y sobre el metro. Hoy, yo quiero volver a Sol, y ser de allí, y que con un abrazo y un botellín, no haya nada más que importe.

¡Feliz aniversario a todas!

B

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1 Comment

  1. Online 05/06/2017 at 9:53

    Es lamentable que ocurran estas cosas. Las personas podemos llegar a ser lo peor de lo peor.
    Mucho ánimo para tod@s l@s que se encuentren en similares situaciones.

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