La niebla
— 13/09/2017 0 2651. Sexo
Llevaba unos cinco meses en Londres. Todos los viernes iba a tomar unas pintas con un grupo de gente que había conocido a través de couchsurfing, en el que poco a poco parecía que íbamos cuajando como amigos. Esa noche fuimos a un pub cerca de Whitechapel, el White Hart. Hay tres White Harts en la zona y me tomé una pinta en cada uno hasta que conseguí dar con el bueno. Como era habitual, se podían juntar hasta treinta personajes en el bar; eran noches que las pasabas prácticamente enteras repitiendo la misma conversación veinte veces… Ahora me resulta agotador pensar en pasar tanto tiempo hablando sin decir nada interesante, pero en aquella época necesitaba distraerme y conocer gente y esta era una buena manera. En ese bar conocí a Eamonn. Me costaba un poco seguirle la conversación porque no entendía muy bien su acento irlandés pero, a base de alcohol, la cosa fue fluyendo, y en un cierto momento de la noche me di cuenta de que iban a cerrar el bar y en la última hora no habíamos hablado con nadie más. Como en esta cuidad los pubs cierran a las 11.30 de la noche y estábamos en la cresta de la ola, acepté su invitación de irnos andando hasta Embankment y ver el amanecer desde allí. Nos compramos unas botellas de vino en un off-licence, con su tradicional tendero pakistaní, y unas patatas fritas en un puesto callejero.
Empezamos a caminar hacia el río y en cuanto llegamos a Tower Bridge decidimos sentarnos por allí a bebernos la primera botella de vino. Ya no nos movimos de allí, nos pasamos la noche hablando y bebiendo (él bastante más cantidad y más rápido que yo, como buen irlandés. Hacia las dos de la mañana ya se tambaleaba cada vez que tenía que levantarse para ir a mear). Dos horas más tarde, empezó a caer la típica lluvia fina londinense sobre ese par de borrachos que éramos y que, a esas alturas, ya nos habíamos empezado a besar.
Con la lluvia hubo que levantar campamento y él insistió en pagar un taxi hasta su casa. Recuerdo que su habitación era una especie de pocilga con trozos de pizza resecos en el suelo, bolas de pelusa saludando desde cada rincón, restos de tabaco de liar, una montaña de ropa que asomaba por las puertas entreabiertas del armario, una silla plegable dentro de la cama y una montaña de pelo negro en su mesilla de noche, junto a la máquina de afeitar. Recuerdo también que no podía parar de reírme mientras él se disculpaba por el desorden, me advertía de los posibles ratones y me explicaba que había decidido raparse justo antes de salir para el bar.
2. Drogas
En el manicomio había de todo. Estaban por ejemplo Marja y Andrew, que casi nunca hablaban; Dan, el chico obsesionado con beber buckfast; Jon, que era adicto al pollo frito; Shaun, que tenía ataques de pánico si la pasta de dientes estaba apretada por el centro o el rollo de papel higiénico colgaba por el lado de la pared; Krisztina, que estaba enamorada de un tipo que vivía en Nueva Zelanda; y Richard, que era filósofo. Había otros que entraban y salían de manera más esporádica, porque estaban un poco mejor de la cabeza. Yo también estaba ingresada en ese psiquiátrico. El director del centro era un tipo alto con un gesto de asco permanente en la boca. Las que se encargaban de que todos los pacientes fuésemos obedientes y no nos saltásemos ninguna de las barbacoas veraniegas o fiestas que entraban en el tratamiento eran dos enfermeras: una rubia, de ojos fríos, más bien gorda y con una verruga al lado de la nariz, era la esposa del director que se paseaba constantemente amamantando a un gato (Mr. Bites); la otra era pequeña, de origen chino, parecía una niña de doce años con dientes de conejo. A este equipo se unió en algún momento el Padre Christopher, que era cura y siempre decía “sois seres humanos, estáis aquí para decepcionaros unos a otros”, y se dedicaba a explicarnos a todos sus ansias de estabilizarse en una relación seria, mientras pasaba el 100% de su tiempo libre utilizando tinder para encontrar sexo sin compromiso.
Aunque el tratamiento a base de fiestas, barbacoas y cerveza pudiera parecer agradable, lo cierto es que las reglas del manicomio eran muy estrictas. Una vez, Dan y yo defendimos que lo que la Unión Europea le estaba haciendo a Grecia era injusto, y nos pusieron en habitaciones más pequeñas. Otra vez, un amigo de Shaun que estaba de visita quería ir a una discoteca donde hubiese muchas chicas, le dije que eso era un micromachismo y la enfermera rubia me obligó a ir a una fiesta de pijamas y ponerme una mascarilla. Pero dejando todo eso a parte, en el manicomio no se estaba mal.
Un año más tarde, Eamonn también ingresó. Casi desde el primer momento la enfermera rubia empezó a amamantarlo igual que al gato. Cuando no estaban colgando de cada una de sus tetas, el director del manicomio se los llevaba a emborracharse, a Eamonn, a la enfermera, e incluso a Mr. Bites. Yo lo sabía todo y lo odiaba, lo odiaba porque ya casi nadie se quería pasear conmigo por el jardín del psiquiátrico, sólo querían oír las tonterías del irlandés borracho y, para colmo, el equipo directivo de la clínica estaba muy orgulloso de su trabajo con él. “Nos divierte, así que está todo bien”, decían.
Yo seguía sin obedecer, sin repetir los mantras y cada vez me daban una habitación más pequeña. A veces me hacían cuidar de Mr. Bites como castigo. La última habitación que me asignaron sólo tenía espacio para la cama, podía tocar las dos paredes a la vez y la única ventana estaba alta y tenía barrotes. La enfermera china venía cuando menos lo esperaba y pintaba monigotes en las paredes, me decía que hablase con ellos mientras los demás estaban en la terraza, que cuando estuviese bien ya podría salir y la vida seguiría como si nada. Una noche me escapé por fin. Huí a Cornwall y paseando por las playas y los acantilados descubrí que no tenía porqué vivir en el manicomio. Que lo que me volvía loca era estar dentro. Por desgracia me encontraron y me volvieron a encerrar allí, en la misma habitación. “¿Ves que bien estás aquí? Si es que te empeñas en darle la espalda al manicomio, con lo bien que te tratamos”, me decía la enfermera rubia con Mr. Bites succionando su pezón izquierdo. Pero no estaba bien y no iba a quedarme. En un despiste, dejaron la puerta abierta y salí corriendo por los pasillos. Las dos enfermeras intentaron cogerme, me gritaban que había sido un año difícil y que fuese a la fiesta de Navidad con todos los demás, pero yo seguí corriendo y gritando que me largaba. Sólo paré un momento en la puerta para darme la vuelta y hacerles un corte de mangas.
3. Rock and roll
A partir de ahí fui mi propia psicóloga. Iba a cantar en un coro desde hacía tiempo, incluso antes de dejar el manicomio, y poco a poco empezaba a creerme lo que cantaba… “Forget your troubles and just get happy” y, al menos una hora a la semana, se me olvidaban. “When you’re smiling the whole world smiles with you” y me daba cuenta de que había estado mucho tiempo sin ganas de sonreír de verdad. Y al final, “Bye bye blackbird”, y empecé a decir adiós a los traumas que me había dejado el paso por el manicomio. A Marja, la chica que no decía una palabra, también la habían expulsado y ahora no paraba de hablar. También empecé a tocar el bajo en jam sessions de blues, en pubs o con Roz y Anthony, un par de amigos que había conocido en encuentros de músicos aficionados.
Un año después de haber huido del manicomio, el Padre Christopher me preguntó, mientras cenábamos en Nandos, que si no pensaba volver a ver nunca a la gente del manicomio. Que no entendían porqué me había ido, que no paraban de preguntar por mí. Que sólo eran seres humanos, y que si me dejaba guiar como una niña y me adaptase a vivir en esa habitación…
Al día siguiente, el Padre Christopher apareció muerto en el Támesis, con varios huesos de alitas de pollo atascados en la garganta. Porque, como dice Carmen Maura, en “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, ya estoy harta de ser buena.
Irene Cronopia
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