1: El grado cero del viaje
“Despertar en la oscuridad a cuarenta mil pies de altura (aproximadamente). Todo se mueve. Volamos a velocidad de crucero y hay ráfagas de viento en la cola. No sé qué hora es ni dónde nos encontramos. No se puede saber. No podemos saberlo. Estamos más arriba, más lejos, más allá de todo espacio y todo tiempo mensurable. Todo se mueve, todo cambia, no hay nada estable ni previsible, cualquier coordenada ya quedó atrás.
En la oscuridad, en mitad de la noche (¿será acaso de noche?) lo único que creo saber con certeza es que estoy lejos de todo lo que conozco, en movimiento, perdida en los márgenes superiores del mapa, y que continúo hacia adelante, hacia una nueva vida de la que aún todo es un misterio.
Casi ni me atrevo a decir ‘yo’ o ‘sé’. No me puedo ubicar en un punto concreto, en un día, a una hora, en un lugar. No hay wifi, perdí mis redes y contactos con la tierra, perdí el ritmo de sueño, las ganas de comer y mi (escaso) sentido de la orientación. Allá en lo profundo, bajo mis pies, no hay más que enormes masas de agua y, a mi alrededor, solo sombras y nubes. Perfectamente podría no haber nada”.
Esta es la primera anotación que hice en mi cuaderno, en un avión con destino a un nuevo país. Siempre llevo una libreta conmigo, para anotarlo todo en los viajes y tratar de calmar los nervios con palabras. Era la segunda vez que migraba por razones laborales, la primera fue a Alemania, pero entonces no me separaba un mar entero de mi gente y de todo lo que conocía. Sin embargo, la desorientación e incertidumbre eran prácticamente las mismas: te embarcas sola, en un viaje, con tus pocas pertenencias en una maleta, intentando lograr un equilibro entre lo que quieres llevar, lo que necesitas y lo que deberías dejar atrás para evitar sobrepeso y daños en la espalda. Una vez facturas, continúas algo más ligera, pero cargada aún de dudas y de nervios, haciendo planes y cocinando quimeras sobre tu nueva vida, en un nuevo lugar, del que apenas sabes nada. Poco después, encuentras tu asiento, te ajustas el cinturón, se cortan las comunicaciones con el mundo exterior, el avión despega y se te hace un nudo en el estómago, no solo por las turbulencias, sino por el miedo a lo desconocido, a lo que vendrá…
2: Yo y todas mis redes
En general, me defino e identifico con las redes que comparto, con mi círculo, mi familia y mis amistades. No creo en la posibilidad de existencia (o mejor, de supervivencia) de nadie en solitario, sin redes. Tampoco creo que yo misma hubiera podido llegar a ser lo que soy, ni de tomar la decisión de migrar, si no fuera por el apoyo de quienes me rodean. Pero entonces, cuando subo al avión, la seguridad que me dan estas redes se diluye y desaparece. Me desconecto del mundo y me enfrento a mi propio yo, en solitario, a mis dudas y mis miedos: ¿habré hecho lo correcto?, ¿me habré precipitado?, ¿podría haberlo intentado más, de nuevo, en el país o, al menos, en el continente?, ¿qué puede ir bien/mal?, ¿qué sucederá con mi familia, con mi abuela, mientras no estoy?, ¿cómo será mi rutina?, ¿y si no me entienden o no les entiendo?, ¿y si no conozco a nadie, o solo a gente con quien no conecto?…
Rodeada de gente pero sola, dentro del avión, no puedo evitar pensar demasiado, imaginar posibles desarrollos de esta nueva etapa de mi vida, avances y retrocesos, retos y desafíos. Siento nostalgia por lo que dejé atrás y ansiedad por lo que viene y desconozco. Me suele gustar tenerlo todo bajo control pero en esos momentos no puedo. Dar tantas vueltas a estos temas me hace daño, pero aún no he aprendido a frenar el flujo de mis pensamientos, que tiende a ser pesimista y situarse en el peor escenario posible. De ahí que siempre lleve mi cuaderno, crucigramas y novelas para intentar pensar en otra cosa mientras avanzo, en la oscuridad, hacia un nuevo destino.
3: Hiperactividad y vida
Lo peor, sin duda, son esas horas de avión, sola y sin conexión con lo real, ese tiempo vacío que te hace dar demasiadas vueltas a todo. Una vez aterrizada, todo comienza a marchar y las urgencias prácticas y necesidades cotidianas se hacen tan apremiantes que te impiden pensar en posibles desenlaces fatídicos de esta historia. Pasar los controles migratorios; buscar la maleta y la salida; encontrar medio de transporte al centro o a las personas que vinieron a por ti (si tienes suerte y ese fue el caso); llegar a la ciudad; ubicarse en el mapa; familiarizarse con las paredes y muebles de la primera habitación donde vas a vivir; conectarse al wifi; confirmar a madre que estás bien; encontrar la lavandería, la farmacia o el supermercado más cercano; ponerse a buscar casa, si aún no la tienes, y comenzar a trabajar o a buscar trabajo, si aún no lo tienes. (En ese último aspecto tengo suerte, siempre he migrado ya con un trabajo asegurado) y, sobre todo, lo más importante: crear redes y comenzar a hacer planes.
4: Enredando…
Para mí está claro, no podría haber salido adelante en mis historias migrantes si no hubiera sido por las redes: tanto las de familiares y amistades que conocen a alguien que conocen a alguien que está en esa ciudad y te hace la vida un poco más fácil, como las redes feministas de amigas y hermanas en lucha, que creamos lazos en una misma dirección, como las redes virtuales donde personas, en principio desconocidas, con quienes compartes algunas inquietudes y coordenadas espaciotemporales te ayudan a ubicarte, te dan consejos para el nuevo lugar y te invitan a actividades. Entonces, poco a poco, estas personas dejan de ser desconocidas y comienzan a formar parte de tu círculo, de tu nueva vida, y todo resulta algo más sencillo. Nada que ver con los escenarios lúgubres que habías imaginado…
Como anécdota, la primera vez que viví en el extranjero (no por razones laborales, sino como Erasmus) aún no usaba Internet a diario, no tenía portátil y mi teléfono sólo servía para llamar y enviar mensajes. Al principio, vivía sola, no conocía a nadie y dedicaba mis días a dar vueltas por la universidad, leer carteles en las paredes y llamar a personas desconocidas para comenzar a hacer red y actividades: hice intercambios de idiomas, cursos de cocina, conferencias diversas y me apunté a un club de lectura. También había un grupo de teatro en el que me apetecía participar, pero resultó ser un cartel del año anterior y me pidieron, por favor, que lo quitara de la pared, porque no dejaban de recibir llamadas preguntando por la fecha del casting…
No deseo idealizar las redes sociales (por ejemplo, el facebook de españoles en México es un espacio publicitario donde proliferan ofertas de cestas de regalo y viajes baratos a Cancún y apenas se encuentran consejos para encontrar casa, solucionar temas médicos sin arruinarse o resolver dudas migratorias. Hace un par de días, un chico publicó su número de teléfono para que le escribieran “chicas jóvenes con ganas de divertirse”). También soy consciente de que antes de la era virtual ya había asociaciones de migrantes, grupos de ayuda para quienes llegaban a un nuevo país o redes de personas que iban y venían y se apoyaban mutuamente. Pero reconozco que todo ha sido mucho más fácil para mí, como migrante, desde que Internet me ha permitido conectar, rápidamente y con más profundidad, con habitantes del nuevo lugar y con personas que residen en cualquier parte del mundo, para crear luchas conjuntas desde todas partes y escribir en espacios como este. También me ha permitido afrontar la nostalgia de lo que dejé atrás y seguir en contacto con amistades y familia.
Mi jefa en México me cuenta que vivió en la República Democrática Alemana en los ochenta y apenas recibía una carta de su familia una vez al mes. En una única ocasión, el futuro padre de sus hijas la llamó por teléfono, una conferencia internacional y transoceánica, obscenamente cara, que se entrecortaba y oía con eco. Pasó así dos años, viendo los rostros de su gente solo en fotografías. No sé si yo podría ser tan fuerte; en realidad, no quiero tener que pasar por eso. Estoy contenta con mis redes, las reales y las virtuales.
5:…y vuelta a empezar: de nuevo incertidumbre y aviones
Pero como siempre, lo nuestro es pasar… Mi vida de nómada (y una posibilidad laboral demasiado buena para ser rechazada) me empujan a un nuevo lugar. Me toca volver a despedirme, decidir otra vez qué llevo y qué dejo atrás, regalar lo que no necesito, sopesar el contenido de la maleta (ya voy llevando menos libros), volver al estrés, al aeropuerto, a tomar otro avión con escala y empezar de nuevo a tejer redes…
Esta es la tercera vez que migro por razones laborales, tengo un nudo en el estómago y trato de seguir adelante y no pensar demasiado…
Una amiga, a quien conozco desde hace cinco meses pero se ha hecho imprescindible, me regala este texto para que no me dé tanta tristeza irme:
“Para tejer el universo, hay que observar a las arañas. Las hay de tierra, de agua, de paredes, de esquinas, de rocas, de plantas y de mil tipos más, pero todas tienen la cualidad práctica de crear redes allá donde les toque estar. La araña, en ese sentido, está libre de apegos. Si su tejido se destruye, vuelve a tejer con la misma dedicación, delicadeza y detalle matemático su siguiente obra de arte. Para que eso suceda, tiene que tener un poder de concentración extraordinario pues, si no, pierde el detalle que le da poder y vitalidad a su red. Pero como la vida no es sencilla y en cualquier momento puede llegar un depredador, la concentración que pone en cada detalle de su tejido se equilibra con el poder que tiene de expandir sus sentidos, para estar al acecho”.
Así que allá voy, a tejer el universo y crear nuevas redes, pero ya no desde cero: una buena amiga está allí el primer mes y ya tengo varios contactos virtuales.
Isa G.
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