Si seguimos aquí
— 09/04/2019 1 205Aunque era fin de semana y el tráfico mucho menor que lo que se acostumbra a ver, la circulación por la avenida no estaba totalmente exenta de peligro. A media tarde, esta vía de acceso a la gran ciudad recibía los primeros rayos de sol de una primavera recién llegada. El buen tiempo y la descongestión del tráfico invitaban a salir a pasear en bici; había que aprovechar la feliz coincidencia: sol y domingo.
En esta época cuando el running convierte las zonas verdes de nuestras ciudades en una suerte de campo de entrenamiento para huir del presente, volver a usar la bicicleta parece un guiño de complicidad con los viejos tiempos. Si a eso le sumamos salir con toda la familia —tres niños incluidos—, estamos prácticamente ante un acto político de resistencia. Por eso me sorprendió ver a un pequeño clan que, decididamente, estaba cambiando el frecuente hastío dominical por esa particular aventura.
No hace tanto tiempo, o al menos eso quiero pensar, yo también era un niño que exploraba mi barrio en bicicleta. Algunas veces salía con mi padre, aunque en la mayoría de ocasiones mi Orbea de color verde esmeralda —regalo que dotaba de sentido a la ceremonia de comunión y a los correspondientes dos años de catequesis vespertina, pasaba desapercibida entre el pelotón de críos que siempre tenían una mala idea en la cabeza y alguna traca de petardos Estrella en el bolsillo.
Cuando era pequeño, mi ciudad siempre estaba a punto de acabarse, vivíamos bordeando sus límites, y, a poco que avanzaras, aparecía una zanja, una obra, algunas cañas, un descampado o un bancal, que te recordaban que estabas a punto de descolgarte por ese precipicio de urbanita de provincias. Aquel recorrido restringido, sin embargo, tenía su parte buena: la densidad de coches era inversamente proporcional a la libertad con la que unos chiquillos podían estirar los límites de su mundo. Pero volvamos a la gran ciudad. Aquel domingo íbamos acompañados por esos amigos que todos los que vivimos fuera de nuestro país tenemos, a saber, aquellos que te visitan durante un par de días e insisten en convencerte de que “oye, aquí estáis muy bien, ¿no?”. Digamos que fue en uno de esos momentos de la conversación cuando vimos pasar a la intrépida familia ciclista y escuché a la madre, que ejercía como jefa de pelotón, repetir dos o tres veces: “ahora, la siguiente calle a la derecha”. Como no podía ser de otra manera, el niño que estaba en la cabeza respondió con genuino hartazgo preadolescente “sí, mamá, ya lo sé… ¡ya me lo has dicho!”.
Esta escena, como las de las series americanas, pierde mucho con el doblaje. Fíjense ahora, lo curioso es que la madre hablaba en un inconfundible español ibérico y el niño le respondió en un perfecto francés, como sólo lo hablan los nativos. En ese momento, giré la cabeza a la derecha y vi a mi hija en brazos de su madre, que también lo había escuchado todo, aunque aún sin comprenderlo. Nos miramos un instante y, en silencio, los dos pensamos: y si seguimos aquí… ¿en qué idioma nos hablaremos?
Renton
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No puedo no emocionarme al leer este texto… y recordar. Recuerdo una pregunta de mi hijo, Teo, 8 años, al saber que vendríamos a Francia, estaba preocupado a pesar su alegría ¡por fin estaremos con papi! aquella pregunta de … cuando aprenda francés ¿qué va a pasar con el español? aquella pregunta tan inocente e ingenua entonces, no lo es tanto cuatro años después. Preguntarnos, como hace Renton, en qué idioma nos hablaremos equivale a qué será de nosotros ¿no? y por eso, mi emoción…diaria.