Esta noche he hablado con el Chore, el taquero de la calle de atrás de mi casa. Ya nos conocíamos de vista, de hecho, nos saludamos con educación cada día o cada tarde, cuando voy o vengo de la universidad. Siempre hay mucha gente comiendo en su puesto de tacos, formado por dos grandes planchas, negras y ardientes, donde hace las tortillas y la carne. Al lado, hay una barra con recipientes llenos de verduras y salsas, para mezclar con los tacos, un tanque con agua fresca y la caja con la contabilidad, que lleva su mujer mientras él pica la carne asada y da vueltas a las tortillas y a las pellizcadas. Esa esquina siempre huele a humo y a carne y cuando hace viento, las planchas sueltan chispas y hollín.
Cada vez que paso por allí nos damos los buenos días, como es habitual en este país donde todo el mundo habla con todo el mundo (mi amiga Fer, mexicana, cuenta que lo primero que le extrañó y le dio nostalgia cuando llegó a Madrid fue que nadie le hablara en la calle, ni ningún desconocido le dijera “jesús” cuando estornudaba…) Sin embargo, esta es la primera vez que hablamos. Voy con las amiguías y otras chicas, es viernes de cuaresma y no sabemos si estará abierto, ya que mucha gente respeta la vigilia, pero allí están el Chore y su mujer, bajo el toldo rojo y las bombillas blancas, cortando verduras bien finitas y trocitos de chorizo, rojo y verde, con un cuchillo del tamaño de mi antebrazo.
Nos sentamos, pedimos, comenzamos a comer y él participa, con toda naturalidad, en la conversación. Le preguntamos por la vigilia y nos dice que el único pecado sería comer carne humana, pero que en su puesto solo sirven puerco, que es bien alimenticio y sano. Además, ya nadie respeta esas viejas tradiciones y el negocio va mejor que nunca. Esa noche ha vendido tanto que ha tenido que ir a comprar más carne. Se le ve contento, ahora también le acompañan sus hijas y sus nietos, que viven en Mexicali, pero pasarán una temporada con ellos en Tepic.
Sus nietos tampoco respetan las tradiciones, son gente de ciudad, comen de todo y solos, no quieren que nadie les ayude, aunque sean chiquitos y aún les quede bastante por crecer. Nos los señala y veo a dos personitas, sentadas muy serias, en un banco, delante de sus platos con tacos cargados de carne y ensalada y unos vasos con jugo. La niña debe tener unos 5 o 6 años y tiene el pelo muy largo y con extensiones rubias (“la última moda de Mexicali”, nos dice el Chore), el niño no llega a tres y está muy flaco. “Mucho más flaco estaba antes”, continúa, “de hecho, le llamamos ‘el ilegal’. ¿Saben por qué?”. Le decimos que no y nos cuenta que su hija se puso de parto cuando ni siquiera llegaba al sexto mes de embarazo, todo parecía ir mal y los médicos de su hospital no sabían qué hacer, así que la hija se fue, con su pareja, en coche, hasta la frontera. En cuanto los guardias del control fronterizo la vieron, llamaron a un helicóptero que la llevó, inmediatamente, al hospital más cercano de Estados Unidos, donde dio a luz al “ilegal”. Poco después, a ella la devolvieron a México porque no tenía papeles y dejaron al niño en el hospital, en la incubadora. Le prohibieron ir a visitarlo y cruzar la frontera, pero le dieron un sacaleches, para que (en palabras del Chore) se ordeñara y alimentara al muchacho. Todas las mañanas iba a la frontera con un botecito relleno con su leche y un trabajador del hospital se lo llevaba.
Cuando pasaron tres meses y el bebé ganó peso y estabilidad, los médicos estadounidenses y las autoridades migratorias dejaron que viajara a México y estuviera 15 días en Mexicali, con su familia, bajo la siguiente premisa: si el chico adelgazaba o no engordaba, se quedaría en Estados Unidos y pasaría a ser tutelado del sistema, en ese país. Lo que entonces hizo la abuela (nos cuenta la mujer del Chore que también ha entrado en la conversación) fue darle el doble de la comida recomendada por los doctores, de este modo, cuando pasó la quincena y volvieron a cruzar la frontera para pesarlo, el bebé había engordado casi un kilo entero y estaba completamente sano y creciendo. Los médicos decidieron que donde mejor podría estar era con su familia, y desde entonces allí está.
Ahora come tacos con tres años y le llaman “el ilegal”, pero es el único miembro de su familia con ciudadanía estadounidense.
1 Comment
Curiosa historia! La realidad supera la ficción…como se suele decir.
Felicidades por tu artículo.