Toda migración es política, incluso la que menos lo parece. La mía en principio no lo parecía, pero vaya si lo es. Toda migración es mucho más que una “aventura vital”, como decía la ministra, y eso lo descubres a partir del primer mes, en el que te das cuenta que no vas a volver en un tiempo — porque aquí está la gran pregunta: cuándo se vuelve— .
El acento peninsular, medio manchego medio del sur de Madrid — que hablamos de nuestra particular forma—, siempre me delató: en ese momento en que me preguntaban los argentinos, extrañados, qué hago yo allí siendo de España (la cual, erróneamente, suelen traducir inmediatamente como Europa), les explicaba que las cosas en mi país no están tan bien como dicen, que eso de la recuperación es para unos pocos y que, sobre todo, las oportunidades académicas son cada vez menores. Eso fue en enero, ahora la pregunta sería otra, claro.
Al principio tocaba conocer la ciudad, así que me puse las gafas de sol y agarré —ya no puedo decir el verbo coger en estos casos— la cámara de fotos para ser un turista más. Luego tocó buscar departamento, estar atento al cambio de moneda, pagar en negro y responder continuamente a la pregunta: ¿cuánto tiempo te quedás vos? Aprendí que los argentinos dicen qué se yo en lugar de yo qué sé, y repetí esa expresión cuantas veces pude. Ahora también me lo empiezo a preguntar yo, después de 10 meses en el otro hemisferio. Sigo sin respuesta. En unos meses vuelvo a Madrid, pero esta vez será de vacaciones, y todo el tiempo me pregunto si estoy yendo o volviendo. Tengo en mis cavilaciones cotidianas la duda de qué verbo es mejor utilizar cuando cuento que hago el viaje.
Me habré perdido un año de vida de mi ciudad sin haberme adentrado realmente en esta otra en la que ahora vivo, así que me quedo todo el tiempo en un interregno vital, en un cruce de caminos perdido. He vivido en siete habitaciones distintas de cuatro departamentos diferentes y seguiré mudándome de un lugar a otro. Ahora no sé cuál es mi casa, mi librería, ni siquiera me da tiempo a hacerle la formita de mi cuerpo a las camas en las que duermo. Vivir en el extranjero supone otro elemento que se invisibiliza: ser extranjero. Aquí soy el otro, el que no conoce ni tiene contactos ni familia. Primer cumpleaños sin que mis padres me puedan tirar de las orejas, primer 24 de diciembre en que mis tías no insistirán en que coma más.
No, migrar no es sólo una aventura divertida ni un capítulo de Españoles por el mundo. Ahora confundo mi acento mientras memorizo los nombres de los lugares y momentos que me gustan de Madrid: volver al Rastro, al Retiro, comer con toda la familia junta, tomar el tren desde Fuenlabrada hasta Madrid, bajar al Jardín del Moro que nadie conoce, pasear por el río, volver en el tren de Madrid a Fuenlabrada… Los estudiantes migrados somos también migrantes económicos: becas, posgrados de calidad… ¡si al menos nos quedara un recuerdo amable del Estado! Pero no hay nada de eso y nos tenemos que ir porque la pregunta de cuánto tiempo estaré aquí — cuándo volveré— no me la puedo responder yo solo.
Jorge García Izquierdo
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