Lor regalos
— 16/07/2017 1 731Es un día cualquiera en la víspera de unas navidades de finales de los 80. Estoy en casa de mis abuelos, en el pueblo, jugando con mis hermanos en la habitación improvisada y destinada a ello. En el salón de al lado, el resto de la familia se dedica a su rutina de reencuentros y conversaciones de cada Navidad. Se abre la puerta, y la cara de mi tía abuela, que vive en Alemania y acaba de llegar de allí, aparece sonriente. Lleva una rarísima bolsa grande de plástico con asas especiales (una bolsa reutilizable de cualquier supermercado, aún desconocidas para nosotros en aquella época) que vacía enérgicamente dándole la vuelta –“Niños, tomad”-: un aluvión de cuadernos, rotuladores y juguetes diversos, diferentes, extraños y exóticos caen en nuestras manos. Mis hermanos, conocedores de la pequeña tradición, se lanzan a por los calendarios de adviento, esas cajas con ventanitas numeradas del 1 al 25 de este último mes del año, tradición en el norte de Europa, en las que cada ventana oculta una chocolatina. La mayoría de estos pequeños dulces individuales ya deberían haber sido consumidos, puesto que estamos muy cerca de la Nochebuena, pero los reencuentros siempre son en la víspera de navidad, con lo que los calendarios comienzan su cuenta atrás todos los años con retraso. En nuestro código de juegos, esto te otorga la libertad de empacharte abriendo ventanitas de cartón y recuperando, chocolate a chocolate, los días perdidos, como se recuperan aceleradamente en los días de reencuentro todo lo que el año te ha quitado de ese contacto con la familia. Abrazos, anécdotas, risas y complicidades que se acumulan al mismo ritmo que caen ventanas y chocolatinas.
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Super-emotiva historia… qué bien expresada… y qué melancolía despierta…