Ser migrante

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Soy migrante. Lo llevo en el alma – eso de no llamar mi sitio a ningún lugar y añorar como cualquier otro Ulises esa Ítaca que no se evapora nunca de mi nostalgia.

Soy migrante, pero no como imaginas: si no peino canas es porque me las pinto, y aunque mi cerebro se fugó hace ya muchos años, e investigo muchas cosas (dónde encuentro tomates que sepan a algo, cómo apuntar a Saturno con mi telescopio aficionado, cómo ayudar a mis compatriotas migrantes a votar y un largo etcétera), por más que me pese, no soy investigadora de neurocirugía ni nada parecido.

Y, sin embargo, a pesar de no ser una jovenzuela aventurera de cerebro huidizo, soy una migrante de las modernas: nunca he terminado de irme, como nunca he terminado de aterrizar del todo en Dinamarca, mi neopaís, aun 16 años después de mi llegada.

Porque los migrantes de hoy, más que los de antes, vivimos a caballo entre dos mundos, en un ir y venir del sentimiento de pertenencia pungido con alfileres a nuestra móvil alma, vivimos en un limbo de la identidad étnica. Los migrantes modernos decimos: ya estoy en casa a la ida y a la vuelta del viaje de avión. Y este no ser de nadie ni de nada te da una fortaleza que ni la kryptonita, pero también es duro haber perdido Ítaca para siempre, eso que puedas llamar casa sin dudar.

Somos ni-nis de la índole del Ulises- Gregorio Samsa: añoramos nuestra tierra, nuestra Ítaca particular a la que no renunciamos, pero como el personaje de Franz Kafka, hemos sufrido una transformación ultrarrápida.

Este fenómeno del ni-ni migrante, de no sentirse de aquí ni de allí, se ve reforzado por el del no-no: no haberte ido, no haber venido. Algo que oímos en las más variadas formulaciones y grados de un lado y otro de la portezuela del avión.

Obviaré aquí las formas del No haberte ido, porque creo que las de No haber venido son de una gravedad más profunda, especialmente dado el tono que ha tomado el discurso in-acogiente mundial en el último par de años.

En una aceleración brutal, descarnada de este mensaje, hemos pasado en un cortísimo periodo de tiempo a olvidar las consecuencias de la barbarie de considerar a los humanos como seres de derechos jerárquicamente subordenados en categorías tan injustas e insalvables como el lugar de origen o el fenotipo: color de piel, de ojos… ¡ah! Y el acento, no olvidemos el acento: decir espanis [ɛspʌnɪs] en lugar de Spanish [spænɪʃ], nos convierte automáticamente en burros intelectuales.

Decía más arriba que los migrantes modernos o modernizados estamos más a caballo entre dos mundos que los de antes (o no modernizados) porque vivimos más la ambigüedad, porque disponemos de medios para continuar imaginariamente (o no) en nuestra Ítaca.

Esa ambigüedad nos otorga(ba) una libertad inusitada, un comodín que siempre llevamos en la manga; a mí me da muchísimo juego cuando algo no me gusta: lo mismo lo uso para no comer pan negro (que detesto) que para no cantar cancioncitas de la mano alrededor del árbol en Nochebuena.  Disparo con una rapidez propia de Clint Eastwood: No, yo es que como soy de allí…

Y digo otorgaba, porque cuando habíamos logrado derrocar la idea del invitado adaptado (o más bien mimetizado, asimilado) y habíamos conquistado la legitimidad de nuestra identidad dual, de un plumazo, nos hemos quedado desnudos del derecho a que no nos guste el pan negro o bailar y cantar alrededor del árbol de Navidad.

En cuestión de un puñado de años hemos pasado del No haber venido al Vete de aquí, más acuciante en algunos lugares que en otros. En algunos países te apalean por la calle por hablar en español, en otros la ministra de integración no solo dice alegrarse, sino que celebra con pastel la implementación de medidas que supondrán un trágico desenlace para aquellos a quienes les es negado el derecho a huir de la guerra.

Un discurso que ha pasado a formar parte de lo aceptable en la cola de la carnicería o en las sobremesas gracias a la legitimación política de unos cuantos irresponsables que eligen olvidar lo que pasó en el mundo al entrar en los años cuarenta cuando se agitaron aquellas banderas siniestras, que son las mismas que hoy se blanden, por mucho que las pinten de otros colores.

Esta hermosa y enriquecedora tragedia del migrante moderno o modernizado, de no ser de nadie, de saber que las fronteras del nosotros-vosotros son  tan fluidas como arbitrarias, lleva casi impresa la obligación de convertirnos en embajadores de la tolerancia, de la des-estigmatización de las personas por su pasaporte o fenotipo y del respeto a la variedad de creencias, valores y costumbres.

Cuidado que el relativismo cultural no es ninguna suerte de relativismo ético. Es más: es todo lo contrario, es la expresión máxima del Imperativo Categórico (que, para quienes no lo recuerden, en versión ultrathin viene a decir algo así como: no le hagas al prójimo lo que no te gustaría que te hicieran a ti, o más aún: lo que no te gustaría que le hicieran a ningún ser humano). Este relativismo cultural reclama igual validez para todas las culturas (con sus personas). Es un canto a la empatía, a ponerse en el lugar del otro de manera superlativa. Es una petición de tolerancia y respeto en grado cósmico.

Eso, ser embajador de la tolerancia y el respeto en grado cósmico, ESO es ser migrante.

Berta desde Copenhague (Dinamarca)

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1 Comment

  1. Barcelona 02/06/2017 at 9:00

    Es una pena tener que huir de tu ciudad natal porque no se pueda vivir en paz en ella.
    Es triste no tener un hogar. Es lamentable no poder echar raíces en ninguna parte y sentirte siempre en la calle.
    Eso solo lo saben aquellos que lo viven.

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