¿Y por qué?

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Este relato nos llega a través del grupo de trabajo de Feminismos de nuestro colectivo, en el que trabajamos para aportar una perspectiva de género a la realidad migratoria. Puedes seguirnos en Facebook y Twitter. Para hacernos llegar tu relato migrante con perspectiva de género, o para cualquier otra cuestión, escríbenos a feminismos@mareagranate.com.

 

La última vez que supe de él fue cuando me llamó su amigo Mario para decirme que Alex estaba sentado en la cornisa de un edificio alto, y que si no volvía con él en ese momento, se tiraría al vacío para matarse. Como no di señales de que la macabra estrategia surtiera efecto en mí, comenzó a insultarme: zorra, puta, desgraciada. Que cómo me atrevía a hacerle eso a su amigo. Que los remordimientos por su muerte me acompañarían el resto de mi vida. Que la culpa de todo era mía. Colgué.

Aquella noche me conecté a facebook, y encontré que los colegas que tenía de cuando Alex y yo estuvimos juntos se habían puesto de acuerdo para difamarme en público y en privado en términos parecidos. Muchos, además, se mostraban resentidos por comentarios que yo presuntamente habría hecho sobre ellos y que él les había contado. Supongo que ese había sido el testamento de Alex. Cerré la cuenta para siempre y apagué el ordenador.

 

Emigrando

Cuando emigras te enteras como mínimo de dos cosas: qué es la cultura y qué son las redes afectivas. Ambas se aprenden por contraste entre tu lugar de origen y el de acogida, y las entiendes cuando las empiezas a echar terriblemente de menos. Hablo aquí de la cultura como masa de creencias y prejuicios compartidos que facilitan la comunicación entre integrantes de un mismo grupo social. Puede ser una compañía muy tóxica (de hecho en sus intestinos se esconden el patriarcado, la misoginia, el racismo, etc.) pero también tu mejor amiga. Por ejemplo, tú sin prestarle mayor atención planeas tu hora del almuerzo a eso de las 14:00 o las 15:00 del mediodía. Pero, ay, en otros lugares no existen esos horarios que tu conocías, y por tanto te sentirás rara tratando de engullir un menú completo a la hora a la que normalmente antes te tomabas el segundo café del día.

Las redes afectivas son esas personas que conoces, con las que socializas más o menos y que te contienen de diversas formas cuando estás en apuros. Pero cuando migras, no puedes esperar tener una cultura común con las gentes de alrededor y tampoco hay redes afectivas para amortiguar tus desastres cotidianos. Cuando migras y eres mujer, además, la ausencia de ambas te deja desnuda e indefensa a la gélida intemperie del patriarcado.

 

La ilusión del amor romántico

Conocí a Alex en el crucero por el Mediterráneo en el que trabajábamos ambos. Yo estaba allí de guía durante el verano como trabajo extra, y él era un oficial de uniforme blanco. Nos presentó una amiga, y enseguida se estableció entre nosotros, en ese tiempo centrifugado y blando de lo marítimo, una chispeante relación de sexo, exotismo, y compañía, sobre todo compañía, cuidado y afectividad compartida en el entorno estresante y hostil del barco. Tras el verano, justo al comenzar el que iba a ser el otoño de nuestro idilio en la ciudad, ocurrieron dos cosas. Por un lado, a mí se me acabó el contrato de alquiler de la casa en que había vivido durante el curso y no pude encontrar otra porque en los anuncios de las que me interesaban decía literalmente “extranjeros abstenerse”. Así que, admito que no sin cierta paja mental de amor romántico, me fui a vivir al piso de él.

Por otro lado, el padre de Alex le dio un buen día una paliza a su mujer y a su hija, y se marchó con todo el dinero de la familia a vivir con una mujer joven a la casa de la playa. La madre y la hermana de Alex quedaron ingresadas en el centro psiquiátrico de la ciudad por cuadros nerviosos y no tenían medios ni para comer ni para pagar el recibo de la atención médica, siendo a la sazón privatizada, al inicio de la crisis. Al saber lo ocurrido, Alex cambió completamente de carácter. Toda la frustración y la impotencia sentida se le enroscaron dentro, no supo gestionar sus emociones (como bien manda el patriarcado que los hombres sean), y se convirtió en un huraño y arisco animal arrinconado. No me hablaba, tan solo hacía viajes entre la casa de sus padres y la suya cargando enseres que quería rescatar del naufragio. Yo me dispuse a hacer mutis por el foro, pues nada ganaba nadie con mi estar allí por medio, sin conocer apenas el idioma (ni la cultura). Y fue entonces que la historia que quiero contar, una historia de maltrato (otra), comenzó.

 

La violencia genera más violencia

Yo no debía ser tan cobarde e insolidaria de irme y dejarle así. —Pero si no me dejas ayudarte, no quieres hablar ni estar conmigo, qué quieres que haga— repuse. Y resultó que la ayuda debía consistir en apoyarle sea cual fuera su humor, en no quejarme ni intentar anteponer mis necesidades a las suyas, en cuidar a su madre y a su hermana, en no irme a España de vacaciones y dejarle tirado. Lo que a él le ayudaba era que yo desapareciera en todos aquellos aspectos en que no le servía a él.

Uno de los muchos insultos que recibí por mis desmanes (del tipo intentar quedar con un colega a tomar una cerveza una noche o hablar mucho rato con mi hermana por teléfono) fue “feminista”. Nunca le agradeceré lo suficiente que fuese la primera persona que me hizo preguntarme por el sentido de esa palabra. No fue una profesora, una compañera activista ni una tía concienciada… a mí fue un machirulo de manual que así, hace ya ocho años, me invistió de feminista. He de ser honesta, sin embargo, y reconocer que en aquel momento negué rotundamente el cargo.

 

Sumida en la espiral del patriarcado

Al cabo de un puñado de semanas en un otoño pegajoso y calenturiento en que las hojas no acababan de caer de pura pereza, a Alex le ofrecieron otro contrato en un barco, y como tenía que alimentar tres bocas (bueno, cuatro, según él yo no tenía que pagar el supermercado ni las facturas y guardarme el dinero para “mis cosas”), lo aceptó sin más. Así que se fue, pero mi alivio duraría poco: me pasé hasta la primavera, que me volvería a embarcar, huyendo literalmente de una anciana por la ciudad. La madre de Alex consideró que en ausencia de su hijo yo tenía que hacerme cargo de sus necesidades afectivas y a veces alimentarias, así que se pasaba el día llamándome por teléfono y a la puerta para que me sentara con ella a ver la televisión, le hiciera café y le diera, en fin, razones para seguir con vida (según me decía la señora De-tal-palo).

Yo no daba crédito a aquello en lo que mi vida se había convertido. Sin querer, me había visto envuelta en una historia de violencia, abocada a una intimidad familiar que no deseaba, manipulada a través de silencios estratégicos, desacreditada y gaslighteada por un tío que, ¡coño!, tampoco merecía tanto la pena, ni follaba tan bien (los viernes de cinco a siete de la mañana cuando hacía parada en un puerto cercano y yo le esperaba allí para el polvo mañanero semanal).

Cuando le hablé del acoso telefónico de su madre, del intento de abuso sexual de su primo, de las ínfulas de su hermana cuando venía a casa a que la sirviera… Alex se encogió de hombros y consideró que no habría tal insistencia en las llamadas si cogiese el teléfono a la primera, que su primo no se habría refrotado contra mí si yo no fuera provocando con esa ropa, y que a su hermana, pobre, su padre la había pegado y había que ser paciente y generosa con ella. Tampoco me fui con un portazo cuando Alex se negó a darle la mano a un amigo madrileño que intenté presentarle. Ni cuando insultaba a mis conocidos. Ni cuando se pasaba días sin hablarme. Ni cuando hacía comentarios humillantes sobre casi todas las mujeres de las películas o de la calle que veíamos.

 

Reflexiones en soledad

A una le cuesta reconocerse cuando mira hacia atrás. Y se pregunta… ¿por qué aguanté a semejante zopenco que me trataba fatal? La respuesta tiene que ver con la falta de redes y el desconocimiento de la realidad cultural y sus signos. Nadie está a salvo de la soledad en su propio barrio, en estos tiempos de ofensiva del consumismo, la individualidad enfermiza como valor moral y otras patologías del patriarcapitalismo, claro está. Sin embargo, lo que cuando estás en casa puede suceder, cuando te encuentras migrante y sola, ocurre casi seguro. Y tiene peor remedio. El primer año que pasé en aquel país, al que había ido para poder trabajar de lo mío y vivir independiente puesto que en el estado español no encontraba la forma, estuve sola. S.O.L.A. Yo conmigo misma y mi ordenador (skype comenzaba y la gente escribía mails más largos entonces, menos mal) durante un año. Aprendí mucho, sin duda, pero hubiera necesitado un entorno social para ser fuerte, para no caer en trampas, para no vender mi integridad por un puñado de abrazos.

No supe entender que las relaciones afectivas entre sexos allí tenían otros códigos, otros acuerdos tácitos. No podía comprender los prejuicios peyorativos que se iban activando a mi alrededor cuando yo pensaba, ingenua de mí, que pisaba terreno culturalmente seguro.

 

Mujeres ayudando a mujeres

El segundo invierno de nuestra relación lo mandaron a Bangladés. Yo me fui a España en navidades y durante días y días le dije por correo que no quería seguir con él. Pero él insistía en que yo, a él, no podía dejarle.

Me acosaba. Me mandaba fotos de bebés muertos diciendo que eran los hijos que yo no tendría si me comportaba así. ¡Hasta llamó a mi madre por teléfono para pedirle que me casara con él!

Tras unas extrañas navidades en casa en que paradójicamente perdí unos cuantos kilos, de los puros nervios, volvía el 6 de enero a la ciudad donde me esperaban mi trabajo y su casa con una cincuentena de libros y otros objetos personales míos. Justo antes de volar me informó de que él también regresaba y de que me encontraría en el aeropuerto. Muerta de miedo, salí por la sala de equipajes y la terminal de llegadas ocultándome tras otros viajeros, y le pedí a un taxi sin resuello que me llevara a un hotel enseguida. Durante semanas, desde el trabajo lo veía a través de la ventana esperarme en la esquina, me mandaba flores, me seguía.

Cuando no pude pagar más la habitación empecé a alojarme en casas de gente, y así estuve hasta que encontré un piso que sí me alquilaban porque estaba de todas formas destinado a gente extranjera. Entre tanto, yo seguía sin más ropa que la que había traído de España, sin ordenador y sin algunos papeles y cosas del curro. Entonces, la mujer de otro marinero se apiadó de mí y gracias a ella y a una triquiñuela que hicimos a través de su marido, que se llevó a Alex a tomar un café a la hora convenida, pude ir al piso con la seguridad de que no lo encontraría. Unas compañeras de trabajo y yo sacamos lo que pudimos y corrimos asustadas al metro cargadas de bolsas de plástico por si regresaba antes de lo previsto. Miedo. Bolsas derramadas en la acera. Y libros perdidos.

Unas semanas después, recibí esa llamada de su amigo Mario. Y se acabó, nunca más supe nada a partir de entonces. Fin de la historia. Quién te mandaría, me dijeron. Quién me mandaría.

 

Y por qué me tenía que mandar nadie.
Y por qué para vivir de mi trabajo tenía que irme.
Y por qué tenía que ser juzgada en mi país de acogida por ser mujer, joven y sola.
Y por qué tenía que creerse nadie con derecho a decidir sobre mi vida.
Y por qué usan el amor para controlar y humillar.

Y por qué caí en la trampa, yo también
Y por qué.

 

Silvia

 

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1 Comment

  1. Formación online alimentaria 13/09/2017 at 10:47

    La vida es a veces tan injusta…
    Las personas somos a veces tan crueles…
    Hay tantos por qués sin respuesta…

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